—Juliana nos está viendo.
Diana habló y echó a correr detrás de la niña que con lágrimas en los ojos huía del lugar. Octavio se quedó atónito. Parado. Desconcertado. Luego reaccionó, corrió detrás de ellas, pero su titubeo había durado lo suficiente para dejarlas marchar. Respiró. “Juliana nos está viendo”. Se llevó una mano a la cabeza y luego le entraron ganas de llorar. “Pero los hombres no lloran”. Caminó un rato sin rumbo, buscándolas. Buscándola más a ella, a Juliana. Destrozado.
Imaginó sus argumentos. Iría a buscarla a su casa. Tocaría la puerta hasta que su mano se cansara o hasta que el perro ladrara más de lo normal, o hasta que aburriera a la calle con el toc toc constante de su puño contra el portón. Lo que sucediera primero. Sus pasos lo llevaban. Sentía cómo todo su cuerpo gritaba “Perdón”. Sus brazos al flexionarse. Su respiro. Su yo. ¿Ella lo comprendería? No, ella no lo comprendería. Él iba ahora a explicarle lo inexplicable. “Te puse el cuerno, pero no quería ponerte el cuerno, sólo lo hice, como quien hace las cosas sin pensar, como quien tira basura en la calle hasta que alguien sensato lo regaña. Regáñame tú Juliana. Tú eres sensata.”
Se veía a sí mismo implorándole. Le entró el miedo. Estaba a punto de llegar a la casa y se encontró con Joan. Fue él. El maldito culpable de todo. Se abalanzó sobre su amigo y le propinó un golpe en el rostro. El chico cayó al suelo, pero en lugar de vengarse le ganó la risa.
—¿De qué te ríes? —preguntó un Octavio desconcertado.
—De ti, ¡mira cómo te pones! Ya sabías que esto iba a pasar… —respondió tranquilamente poniéndose de pie.
—No hubiera pasado si tú no le hubieras dicho, ¿cómo la mandas a verme? ¿Tienes idea de cuánto está sufriendo? Me siento tan mal… —Octavio golpeó el suelo con un pie, su tristeza se convertía en enojo, en comprensión de su persona. No fue culpa de Joan. Fue su culpa. Con todo el valor posesivo del su.
—Claro que tengo idea de cuánto está sufriendo, por eso lo hice, dejar que pasara más tiempo iba a ser peor, ¿te imaginas? Más vale ahora.
—Pero yo iba a dejar a Diana, Juliana no tendría que haberse enterado de esto, ¡demonios! ¡ya habíamos hablado Joan! Tú y yo teníamos un trato.
—Tú y yo habíamos quedado en que amabas a Juliana, y si la amabas tanto ¿por qué no dejaste a Diana cuando te dije? ¿Por qué, para empezar, te fijaste en ella? Eres un idiota.
Joan lanzó una mirada de profundo enojo a su amigo y caminó hacia la casa de Juliana.
—¿Qué haces? —Octavio corrió a su lado y la pregunta la hizo con tono un tanto agresivo.
—Voy a verla.
—¿Por qué? ¿Te gusta?
—¿Por qué? Porque es mi amiga.
—¿Te gusta? Siempre te ha gustado mi novia, ¿verdad?
—Ya no es tu novia.
Octavio no dijo nada más. La frase le había hecho eco en el cerebro. Caía la realidad aplastante. Verdad. Había perdido a Juliana para siempre. Vio la silueta de su amigo recortada en el asfalto. La casa estaba al fondo. Joan llegó. Octavio sólo miró cómo cruzó la puerta y desapareció. “¿Qué hago?” Dio algunas vueltas, ahí mismo, rotación personal. Individual. Se acercó a la puerta. No tocó. Los nudillos le parecían imanes que se adherían al metal, pero no tocó.
Se asomó por un huequito, la distancia entre la barda y la puerta. Veía el jardín. Y en el jardín una niña llorando. No era Juliana. Era Diana. Apenas se acordaba de ella. Pobre Diana, también sufría. Quiso hablarle. Quiso abrazarla. Y entonces los reproches de Joan le volvieron como navajas a su idea de querer. Quería a Juliana. Quería a Diana. Algo debía andar mal en el concepto. Una le dolía, la otra no. Querer es más que querer.
Se quedó un momento de pie. Pensando. ¿Por qué no dejó a Diana? Pregunta astuta. Respuesta vaga. La niña era simpática, eso que ni qué, tenía chispa, era instantánea, ocurrente, más graciosa que la propia Juliana. Bonita. Y además se dejaba besar, era eso. Diana se dejaba besar. Y Juliana… ella no. Ella era LA niña. SU niña.
¿Juliana se fijaría en Joan? Él era quien ahora la estaba consolando. Estarían hablando pestes de él, de Octavio. Pensó que tal vez, en medio del llanto, Joan le estaría diciendo: “Él es tonto, es idiota, no te valora, yo le dije, se lo dije muchas veces, pero tiene cera en los oídos, se arrepentirá, pero tú Juliana, tú que eres inteligente y que vales mucho, jamás vuelvas con él, mejor piensa en quien te está apoyando, encontrarás a alguien mejor, a alguien mucho mejor…”
Ese mini discurso ficticio que probablemente sí estaba existiendo lo hizo sentir peor. Los ojos se le humedecieron. Maldito Joan. Qué amistad ni qué virgen embarazada. Resolvió irse. Si Juliana le creía más a Joan que a Diana él no podría ni luchar por ella. Pero, cierto, ¿qué diría Diana? Un “No es lo que parece”. Pero sabían perfectamente que sí era lo que parecía. ¿Cómo se defendería la prima? “Él me insistió, él me cortejó, me seguía después de las clases, me dijo que me quería, más que a ti Juliana, y yo le creí… le creí…”
No. Octavio nunca le dijo que la quería más que a Juliana. Si Diana decía eso iba a ser mera idea guajira. Pero todo lo demás sí era verdad. Hasta lo de seguirla después de las clases. Un arrepentimiento cayó sobre su espalda. Para ese momento ya estaba alejado de la casa. Menos mal. ¿Juliana le creería a Diana? De todos modos él salía perdiendo. Él era el culpable. Diana no lo defendería. Joan tampoco. ¿Quién?
“Juliana nos está viendo”. Ahí la frase de nuevo. Dándole puñetazos en el cerebro. Sus ojos volvieron a humedecerse. No pensar. Pensar nada. ¿Te acuerdas? Comienza a recordar. Ese día en que Juliana le pidió que intentaran pensar nada. “No se puede”, había argumentado él. “Sí se puede, imagina un punto en tu cabeza y míralo fijamente, deja que el punto te llene, te posea, tú eres el punto, tú eres nada”, respondió ella con los ojos cerrados. Muy bonita. Muy filosófica para tener trece años.
Ya no pudo contenerse y dejó que algunas lágrimas fluyeran. Sus pasos caían pesados en la calle. Se sintió pesado. Cargado de culpas. De esa culpa de haberle puesto el cuerno a su novia con su prima. Con la prima. Imperdonable. Lo sabía perfectamente, había perdido a Juliana para siempre. Ese siempre. La misma palabra que ponía luego del te amaré. Nadie razona en las palabras. Nadie razona en el siempre. Es mucho tiempo, siempre. Es más que tiempo. Es eternidad.
¿Juliana andaría con Joan? No. Algo era seguro. Ella no era Octavio. Aunque pudieran confundirse a veces. Como aquella vez tomados de la mano, corriendo bajo la lluvia, muriendo de frío. Como aquella otra vez columpiándose, echando competencias para ver quién llegaba más alto. Y luego como aquella última vez en que silenciosos y cercanos se habían confesado amor. Amor. Y el deseo de volar juntos, como pájaros.
Las lágrimas fueron incontenibles. La había perdido. ¿Ella lo comprendería? No, ella no comprendería eso. Era mujer. Era LA mujer. “Juliana nos está viendo”. Octavio se tapó los oídos. Siguió caminando. Trece años pesan. No podrá vivir con eso. Tiene que hacer algo. Y ahí, pensando en lo que podría hacer, se dio cuenta que no dejaría de buscar ese algo. Quería a Juliana. Amaba a Juliana. Pero ella los había visto.
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