viernes, 17 de diciembre de 2010

4. La burbuja

La escena pareció ser más larga de lo que en realidad fue. Juliana salió tranquilamente de la escuela, se le había antojado una congelada y cruzó la calle para comprar una. Ya que la tuvo entre sus manos decidió sentarse en las escaleras de un negocio que estaba frente a la escuela. No sabía exactamente en qué estaba pensando, sólo disfrutaba del hielo en su boca. Era de limón. Hacía calor y la congelada le estaba cayendo bien al cuerpo.

Vio al resto de los alumnos que caminaban por la banqueta y que incluso invadían la calle provocando el enojo de los automóviles que transitaban. Tontos, se dijo, ni siquiera son capaces de caminar sólo por la banqueta. Observó los rostros de sus compañeros. Parecían todos tan pequeños. ¿Cuántos años tenían? Entre doce y quince años. ¿Acaso eso no era ser pequeño? ¿Cuántos años tenía Juliana? Trece. ¿Cuántos años le faltaban para casarse? Más de diez. ¿Por qué estaba calculando el tiempo que faltaba para la boda? ¿Boda? ¿Cuál boda?

Juliana sacudió su cabeza. ¿Pensar en boda a los trece años? Eso es precisamente lo que hacen en México. Al menos en los pueblos como Uzmati. Crear un príncipe, una historia de hadas y luego inculcar eso de ser madre y tener una bonita familia viviendo en paz por siempre. Pero ni siquiera la familia de Juliana vivía en eterna paz. Eso de la eterna paz no existe. Es un ideal. Una fantasía. ¿Paz eterna? ¿De qué serviría? ¿Paz es lo mismo que felicidad?

La congelada se estaba consumiendo rápidamente. Juliana sentía su boca fría. Era una sensación placentera considerando el calor que hacía. Así que tenía trece años y estaba pensando en una boda ¿eh? Patético. Y eso del príncipe. Realmente se había imaginado a Octavio como uno. De nuevo su nombre invadiendo sus pensamientos. ¿Acaso era tan difícil dejar de pensar en él? Venía sin ser pedido, era como una muletilla.

En fin, Octavio sí parecía un príncipe. Alto, guapo, muy guapo, el más guapo… Fue entonces cuando sucedió. Juliana los vio claramente. Ahí estaba su príncipe. Octavio pasó frente a ella tomado de la mano de Diana. La mirada de su prima indicaba una especie de “Lo siento”, pero los ojos de Octavio lucían contentos. Ahí iba el príncipe con alguien que no era ella.

¿Un príncipe? No, definitivamente no. Pero si no lo era entonces ¿por qué sentía que todo se estaba desmoronando? Fue entonces cuando Juliana se percató del pinchazo que recibió su propia burbuja. Su burbuja de cuentos de hadas. Rosa. Hadas y princesas. De niña. Fue en ese justo momento cuando Juliana sintió que la burbuja se pinchaba, tal como un globo. Y entonces lo vio todo de otra manera, sin tonalidades amables, todo de pronto pareció violento.

El mundo era violento. Ese mundo que no era su mundo, pero que tenía que enfrentar. Por alguna razón tenía que dejar de lado todo lo demás. Todo pareció más claro. Octavio y Diana siguieron caminando mientras ella los observaba. Y entonces supo que nada era lo que parecía. Realmente había cosas que no eran lo que se pensaba. Esa traición, no era traición. Era miedo. Inmadurez. Y dolía. Bastante.

La congelada se terminó diluyendo en su boca. Hasta sabía distinto. Juliana se tragó esa sensación de llanto que le nació del interior y se dirigió a su casa. En el camino Joan la alcanzó.

—Juliana, hay algo que debo decirte. —dijo con voz seria.

—Lo sé, los acabo de ver.

Joan se inmutó, pero siguió caminando al lado de ella.

—Lo siento, debí decirte, ayer fui a verlo y la verdad no sé qué es lo que le pasa, pero… bueno… ¿cómo te sientes?

—Ni bien ni mal.

—¿Eso es bueno?

—Ni bueno ni malo.

—¿Entonces?

—Lo siento Joan, quiero caminar sola.

Joan esbozó una sonrisa y asintió con la cabeza. Juliana sentía que la cabeza le explotaba. Nadie cree que trece años sean suficientes para amar. Ella leyó alguna vez que todo eso del amor en realidad requiere de madurez, puedes tener treinta años, pero si no eres maduro, no sientes el amor. ¿Se estaba diciendo madura? No, no lo era. Por tanto eso que sentía por Octavio no podía ser amor. Pero dolía bastante. Bastante.

Juliana se detuvo un momento. Sentía cómo la gente caminaba omitiendo su presencia. Le dolía que Octavio la hubiera traicionado de esa manera. Ya no pudo aguantar y dejó que fluyeran las lágrimas. Era tan relajante poder llorar. Mientras las lágrimas resbalaban se imaginó a sí misma vista desde lo alto, ella sola, parada a la mitad del camino hacia su casa, con la cabeza gacha por las lágrimas, se imaginó también a la gente que caminaba y la ignoraba.

Soy un punto. El punto. Ése que imagino cuando quiero pensar en nada. Es como si todo el mundo fuera el plano y todos los seres humanos fuéramos puntos. Soy el punto. Nada. Podemos ser nada. Es posible. Pero también podemos ser todo, yo lo sé, porque ¿por qué es tan difícil pensar en nada? Generalmente pensamos en algo. Siempre. Generalmente somos alguien. Pero a veces es bueno sentirse nada.

Juliana siguió llorando. La burbuja se estaba deshaciendo por completo. Era algo nuevo. Descubrió que Octavio no pensaba lo que ella. Que tardaría años antes de descubrir que podía ser todo-nada. ¿Acaso alguien más podía tener esos pensamientos a esta edad? Hasta se sentía rara. Nueva. Pero rara. Le dolía lo de Octavio, era cierto. Pero le dolía más que su burbuja hubiera desaparecido. Tendría que enfrentarse a todo con su propio yo.

Retomó la marcha. Se secó las lágrimas con la manga del suéter. Se sentía mejor. Debía enfrentar la llamada realidad. Octavio y Diana eran novios. Octavio era su ex-novio. Diana era su prima. Traición-Inmadurez-Miedo. Tres cosas mezcladas en un solo acto. Olvidar. Eso tenía que hacer. Olvidar todo y nacer de nuevo. Agarrar fuerzas, quién sabe de dónde, pero agarrarlas con convicción.

Pronto llegó a su casa. Vio que alguien estaba sentado en el jardín. Era Fabiano.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó. —Vi a Octavio con… Diana.

—Yo también.

—¿Te sientes bien?

—No te puedo mentir, —respondió Juliana sentándose al lado de su amigo. —Me duele, pero sé que debo superarlo, después de todo Octavio no vale la pena, ¿verdad?

—Ni pena ni nada. Él no vale nada.

—No digas eso. —pidió la chica—Justo venía pensando en esas cosas, creo que la palabra nada es muy ambigua. Para muchos somos nada, para otros más somos todo. Es complicado, ¿sabes?

—Bueno, estoy seguro que para muchas personas tú eres más todo que nada. Y Octavio es muy tonto, porque siendo todo para ti quiso convertirse en nada.

—Sabio, ahora cuéntame, ¿cómo es que llegaste primero que yo?

—Sólo quería saber si te encontrabas bien.

—Lo estoy.

Juliana agradeció tener a personas como él a su lado. Y también pensó en Joan. Sin ellos dos todo hubiera resultado más difícil. ¿Por qué no tenía amigas? Bueno, no importaba ahora, tenía a Fabiano y a Joan. Con ellos era suficiente.

Elis Paprika - Hasta que te conocí

viernes, 10 de diciembre de 2010

3. Ser nadie

No somos nada. Xavier pensaba en lo efímero de su existencia mientras caminaba de regreso a la escuela. Somos una nada que anhelamos convertir en un todo. Yo, como ente solitario, estoy y no estoy. ¿Por qué alguien se preocuparía por esto? ¿Por mi soledad? Ahora entiendo, ella no me eligió porque yo fuera alguien, ella me escogió porque sabía que el otro diría “¿Por éste me cambiaste? Un tipo tan equis”. Sí, fue por eso. Xavier se sintió feliz con su pequeña conclusión. A pesar de lo gris, lo hizo sentir mejor.

Poca gente se siente bien pensando esto, se dijo a sí mismo. La mayoría anhela sentirse especial y única y no solitaria. Fingen. A veces dicen la verdad. Pero casi siempre fingen. Sentirse bien, ser felices, cuando por dentro realmente no conocen la nimiedad de su existencia. Xavier pensaba todo eso mientras caminaba por las calles de Uzmati de regreso a su casa, hacía menos de una hora que Vania había terminado con él.

Estuvo bien, pensó, ni llevábamos tanto. Como dos semanas. Lo único que le reprocho es que me hubiera dicho que me quería. La gente no quiere de verdad. Yo ¿a quién quiero? No estoy seguro de querer a alguien. Y menos de amar. La última frase se anidó en su cerebro y no pensó en nada más, ya casi llegaba. Entonces vio que uno de sus vecinos caminaba a la esquina y luego se regresaba. Lo hizo varias veces, Xavier lo miró con curiosidad.

—¿Qué haces? —le dijo acercándose a él.

—Ah, hola… —saludó el chico. —Pues… no sé qué hago…

—¿Cómo que no sabes?

—Estoy entre ir o no ir a ver a una niña…

—¿Y eso?

—Pues no sé… ¿tú qué harías?

—Pues si me gusta, iría… y si no, pues no.

—Me gusta.

—Pues ve…

—No, mejor no, ¿quieres un refresco? Yo te lo disparo.

—Bueno…

Ambos chicos caminaron a la tienda más cercana. Xavier notó el nerviosismo de su vecino, ¿ponerse así por una niña? Sintió un poco de risa y de envidia. A él Vania lo acababa de cortar y al parecer su vecino estaba a punto de tener novia.

—¿Por qué no vas a verla? —preguntó Xavier cuando se sentaron en la banqueta a beber el refresco.

—Anda triste, su novio le puso el cuerno.

—Pobre… pero pues mejor para ti, ¿no?

—No… su novio era mi mejor amigo… ella tampoco quiere verme.

Xavier se quedó callado. Sonaba a historia triste, conmovedora, de telenovela.

—La quiero y me gusta mucho, pero… no sé, creo que ella sólo me ve como un amigo. —confesó el chico.

—Clásico… No sé qué decirte… Espérala a ver si un día se fija en ti o… ve por ella y dile lo que sientes…

—Haré lo primero, igual y un día resulta ¿no?

Xavier asintió. Si él tuviera que elegir entre esperar e ir a buscar seguramente haría lo segundo, pero sólo por alguien que él estuviera seguro de querer. Y ahí volvía su idea existencial: nadie quiere a nadie, por tanto nadie va en busca de nadie, aparece la espera como símbolo de amor, pero es falso. La espera sólo carcome.

—Bueno, me voy, suerte con ella.

—Va, gracias.

Xavier entró a su casa. Dejó a su vecino sentado en la banqueta. Llegó y aventó la mochila en un sillón. Luego hizo sus deberes domésticos. Monotonía. Pensaba en Vania, la veía lejana. ¿Qué hicieron durante sus dos semanas de noviazgo? Ni siquiera lo recordaba bien y eso que apenas había pasado. Habían paseado en el recreo, él le había comprado una paleta, ella se había reído de un chiste y luego… nada más. No había historia.

El hecho de que yo sepa que no soy nadie me vuelve una persona menos interesante, pensó mientras lavaba los trastes. Un punto a mi favor: no soy en absoluto interesante. Xavier se divertía explorando su soledad, su individualidad. Nada había más importante que eso. Pensó en Joan, su vecino. Enamorado y mal correspondido. Como él. Bueno, no. Porque él no estaba enamorado de Vania, sólo había andado con ella por… ¿por qué?

En la tarde salió un rato a andar en bicicleta. Se había apresurado a hacer la tarea y tenía bastante tiempo libre. Ya había jugado con el playstation hasta aburrirse, aún quedaba luz en el cielo para salir en bicicleta. No era su pasatiempo favorito, pero entonces descubrió que realmente no tenía pasatiempo favorito. ¿Qué es lo que más te gusta hacer?, se preguntó. Y el silencio prolongado de su propia mente lo sorprendió.

Cruzó el río y vagó algunos minutos por los campos de milpa. Se sentía libremente solo. Pensó en lo que haría: volver a casa, obedecer a sus padres, hacer los deberes escolares, dormir, levantarse temprano, ir a la escuela, regresar, lo mismo de siempre. Costumbre. Se sentía bien en ese ciclo inmutable. Pocos se sienten bien en los ciclos inmutables. Dio vuelta en la bicicleta y regresó por el mismo camino.

Casi llegaba a su casa cuando se encontró de nuevo con Joan.

—¿Qué haces? ¿Fuiste a verla? —le preguntó.

—No, fui a ver al idiota de mi amigo.

—¿Al que ya no era tu amigo? —Xavier descendió de la bicicleta, ya estaba a menos de diez pasos de su casa.

—Ya no lo es, es más idiota de lo que creí.

—¿Por qué?

—¿Puedes creer que comenzó a andar con la prima de mi amiga?

—Déjame adivinar, ¿con ella le puso el cuerno?

—Sí.

—Bueno, tiene trece años ¿no?

—Sí, ¿y eso qué? Tú y yo también y no haríamos esas cosas, bueno, yo no.

—No sé Joan, ya se arreglará todo, nos vemos.

Xavier abrió la puerta de su casa, ¿tener trece años? ¿Tan poco? ¿Tan mucho? Él no entendía nada. Ni de edades ni de cosas que no hay que hacer. Ni a Joan. Ni a la niña que le gustaba a Joan. Ni a Vania. Ni eso de sentirse nadie. Ni eso de sentirse alguien. No entendía nada. Ni a él mismo. Sólo entiendo algo, se dijo, que quiero dormir. Y así, cansado y confuso, se tendió en la cama y cayó en sueño profundo.

 

jueves, 2 de diciembre de 2010

2. Juliana nos está viendo

—Juliana nos está viendo.

Diana habló y echó a correr detrás de la niña que con lágrimas en los ojos huía del lugar. Octavio se quedó atónito. Parado. Desconcertado. Luego reaccionó, corrió detrás de ellas, pero su titubeo había durado lo suficiente para dejarlas marchar. Respiró. “Juliana nos está viendo”. Se llevó una mano a la cabeza y luego le entraron ganas de llorar. “Pero los hombres no lloran”. Caminó un rato sin rumbo, buscándolas. Buscándola más a ella, a Juliana. Destrozado.

Imaginó sus argumentos. Iría a buscarla a su casa. Tocaría la puerta hasta que su mano se cansara o hasta que el perro ladrara más de lo normal, o hasta que aburriera a la calle con el toc toc constante de su puño contra el portón. Lo que sucediera primero. Sus pasos lo llevaban. Sentía cómo todo su cuerpo gritaba “Perdón”. Sus brazos al flexionarse. Su respiro. Su yo. ¿Ella lo comprendería? No, ella no lo comprendería. Él iba ahora a explicarle lo inexplicable. “Te puse el cuerno, pero no quería ponerte el cuerno, sólo lo hice, como quien hace las cosas sin pensar, como quien tira basura en la calle hasta que alguien sensato lo regaña. Regáñame tú Juliana. Tú eres sensata.”

Se veía a sí mismo implorándole. Le entró el miedo. Estaba a punto de llegar a la casa y se encontró con Joan. Fue él. El maldito culpable de todo. Se abalanzó sobre su amigo y le propinó un golpe en el rostro. El chico cayó al suelo, pero en lugar de vengarse le ganó la risa.

—¿De qué te ríes? —preguntó un Octavio desconcertado.

—De ti, ¡mira cómo te pones! Ya sabías que esto iba a pasar… —respondió tranquilamente poniéndose de pie.

—No hubiera pasado si tú no le hubieras dicho, ¿cómo la mandas a verme? ¿Tienes idea de cuánto está sufriendo? Me siento tan mal… —Octavio golpeó el suelo con un pie, su tristeza se convertía en enojo, en comprensión de su persona. No fue culpa de Joan. Fue su culpa. Con todo el valor posesivo del su.

—Claro que tengo idea de cuánto está sufriendo, por eso lo hice, dejar que pasara más tiempo iba a ser peor, ¿te imaginas? Más vale ahora.

—Pero yo iba a dejar a Diana, Juliana no tendría que haberse enterado de esto, ¡demonios! ¡ya habíamos hablado Joan! Tú y yo teníamos un trato.

—Tú y yo habíamos quedado en que amabas a Juliana, y si la amabas tanto ¿por qué no dejaste a Diana cuando te dije? ¿Por qué, para empezar, te fijaste en ella? Eres un idiota.

Joan lanzó una mirada de profundo enojo a su amigo y caminó hacia la casa de Juliana.

—¿Qué haces? —Octavio corrió a su lado y la pregunta la hizo con tono un tanto agresivo.

—Voy a verla.

—¿Por qué? ¿Te gusta?

—¿Por qué? Porque es mi amiga.

—¿Te gusta? Siempre te ha gustado mi novia, ¿verdad?

—Ya no es tu novia.

Octavio no dijo nada más. La frase le había hecho eco en el cerebro. Caía la realidad aplastante. Verdad. Había perdido a Juliana para siempre. Vio la silueta de su amigo recortada en el asfalto. La casa estaba al fondo. Joan llegó. Octavio sólo miró cómo cruzó la puerta y desapareció. “¿Qué hago?” Dio algunas vueltas, ahí mismo, rotación personal. Individual. Se acercó a la puerta. No tocó. Los nudillos le parecían imanes que se adherían al metal, pero no tocó.

Se asomó por un huequito, la distancia entre la barda y la puerta. Veía el jardín. Y en el jardín una niña llorando. No era Juliana. Era Diana. Apenas se acordaba de ella. Pobre Diana, también sufría. Quiso hablarle. Quiso abrazarla. Y entonces los reproches de Joan le volvieron como navajas a su idea de querer. Quería a Juliana. Quería a Diana. Algo debía andar mal en el concepto. Una le dolía, la otra no. Querer es más que querer.

Se quedó un momento de pie. Pensando. ¿Por qué no dejó a Diana? Pregunta astuta. Respuesta vaga. La niña era simpática, eso que ni qué, tenía chispa, era instantánea, ocurrente, más graciosa que la propia Juliana. Bonita. Y además se dejaba besar, era eso. Diana se dejaba besar. Y Juliana… ella no. Ella era LA niña. SU niña.

¿Juliana se fijaría en Joan? Él era quien ahora la estaba consolando. Estarían hablando pestes de él, de Octavio. Pensó que tal vez, en medio del llanto, Joan le estaría diciendo: “Él es tonto, es idiota, no te valora, yo le dije, se lo dije muchas veces, pero tiene cera en los oídos, se arrepentirá, pero tú Juliana, tú que eres inteligente y que vales mucho, jamás vuelvas con él, mejor piensa en quien te está apoyando, encontrarás a alguien mejor, a alguien mucho mejor…”

Ese mini discurso ficticio que probablemente sí estaba existiendo lo hizo sentir peor. Los ojos se le humedecieron. Maldito Joan. Qué amistad ni qué virgen embarazada. Resolvió irse. Si Juliana le creía más a Joan que a Diana él no podría ni luchar por ella. Pero, cierto, ¿qué diría Diana? Un “No es lo que parece”. Pero sabían perfectamente que sí era lo que parecía. ¿Cómo se defendería la prima? “Él me insistió, él me cortejó, me seguía después de las clases, me dijo que me quería, más que a ti Juliana, y yo le creí… le creí…”

No. Octavio nunca le dijo que la quería más que a Juliana. Si Diana decía eso iba a ser mera idea guajira. Pero todo lo demás sí era verdad. Hasta lo de seguirla después de las clases. Un arrepentimiento cayó sobre su espalda. Para ese momento ya estaba alejado de la casa. Menos mal. ¿Juliana le creería a Diana? De todos modos él salía perdiendo. Él era el culpable. Diana no lo defendería. Joan tampoco. ¿Quién?

“Juliana nos está viendo”. Ahí la frase de nuevo. Dándole puñetazos en el cerebro. Sus ojos volvieron a humedecerse. No pensar. Pensar nada. ¿Te acuerdas? Comienza a recordar. Ese día en que Juliana le pidió que intentaran pensar nada. “No se puede”, había argumentado él. “Sí se puede, imagina un punto en tu cabeza y míralo fijamente, deja que el punto te llene, te posea, tú eres el punto, tú eres nada”, respondió ella con los ojos cerrados. Muy bonita. Muy filosófica para tener trece años.

Ya no pudo contenerse y dejó que algunas lágrimas fluyeran. Sus pasos caían pesados en la calle. Se sintió pesado. Cargado de culpas. De esa culpa de haberle puesto el cuerno a su novia con su prima. Con la prima. Imperdonable. Lo sabía perfectamente, había perdido a Juliana para siempre. Ese siempre. La misma palabra que ponía luego del te amaré. Nadie razona en las palabras. Nadie razona en el siempre. Es mucho tiempo, siempre. Es más que tiempo. Es eternidad.

¿Juliana andaría con Joan? No. Algo era seguro. Ella no era Octavio. Aunque pudieran confundirse a veces. Como aquella vez tomados de la mano, corriendo bajo la lluvia, muriendo de frío. Como aquella otra vez columpiándose, echando competencias para ver quién llegaba más alto. Y luego como aquella última vez en que silenciosos y cercanos se habían confesado amor. Amor. Y el deseo de volar juntos, como pájaros.

Las lágrimas fueron incontenibles. La había perdido. ¿Ella lo comprendería? No, ella no comprendería eso. Era mujer. Era LA mujer. “Juliana nos está viendo”. Octavio se tapó los oídos. Siguió caminando. Trece años pesan. No podrá vivir con eso. Tiene que hacer algo. Y ahí, pensando en lo que podría hacer, se dio cuenta que no dejaría de buscar ese algo. Quería a Juliana. Amaba a Juliana. Pero ella los había visto.